A veces echo la vista atrás y me
embarga la nostalgia de lo que fui, de todo lo que fue y ya no será de nuevo.
Es una sensación de pérdida, de dejar atrás algo importante, algo bonito, algo
seguro.
Es una sensación casi dolorosa.
Como si una parte de mí se hubiera quedado en el camino y ya no me acompañara
más. Como si mi sombra estuviera incompleta.
El pasado llama a la puerta del presente, emponzoñando el futuro con su
desteñido y añejo aroma de felicidad.
La pervivencia en mi memoria de
recuerdos, rostros, momentos, sensaciones y olores, convenientemente aumentados
por el tamiz del tiempo, agrava esa sensación de pérdida, de vacío.
Esa sensación de que la magia de
antaño se está descomponiendo, está feneciendo ahogada por internet, por
nuestra absurda tozudez o simplemente porque ya nadie sabe sacar un conejo de
su chistera.
La ilusión (nuestra ilusión por
vivir, por aprender, por mejorar, por amar) parece desinflarse como un globo
herido, consumida como una vela en la intemperie. El tiempo, las obligaciones,
las preocupaciones y los miedos engullen nuestros anhelos y sepultan nuestros
sueños, cerrando la puerta a nuestro niño interior, silenciándole.
A veces uno tiene la sensación de
que el autobús de la vida ha tomado una nueva ruta sin avisar siquiera,
callejeando por ignotos parajes, con destino incierto.
Miro a lado y lado solo veo gente
extraña y asientos vacíos a mi alrededor. Aquellos que iniciaron el trayecto
conmigo hace tiempo que se apearon. Rostros nuevos aparecen. Algunos continúan
el viaje. Otros no. Algunos vienen, se sientan a mi lado y conversamos de esto
y de aquello. A veces reímos, otras lloramos. Algunos de éstos también se han
ido, otros todavía están.
Algunos simplemente están de pie
mirando al vacío, sin querer o atreverse a entrar en mi vida. No importa. Así
tiene que ser. Los dados de agitan en la mano de Dios. Las oportunidades se
suceden y en nuestra propia mano está la
elección, la decisión.
Me levanto y cedo mi asiento a
una anciana. Me mira con ojos risueños. Mi mira de verdad, viendo. Y me asomo a
sus ojos y leo sabiduría, dolor, amor y ternura en ellos. Me agradece el gesto.
Le indico que aún soy joven y puedo aguantar de pie un rato. Se ríe. Miro por
la ventana para que no vea una lágrima que se derrama por mi mejilla. Algo se
ha encendido en mi corazón. Lloro por mí, por ella, por mi incapacidad para
entender y entenderme. No sé por qué lloro.
Noto un ligero contacto en mi
brazo. La abuela tira delicadamente de la manga de mi chaqueta. Sigue
sonriendo. La sonrisa ilumina su rostro que ahora parece tener quince años
menos.
- No todo está perdido. Nada se
ha ido. Todo está si sabes dónde buscar, hijo. Todo está en ti. Siempre lo ha
estado. Pero no vivas en el pasado. No puedes honrar a los muertos eternamente.
Eso no es vida. Tu historia ha sido la que ha tenido que ser. Y a ella ha
venido la gente llamada a venir, para escribirla contigo. Disfruta del
presente. De cada nuevo amanecer, de cada beso, de cada caricia, de cada
llanto. Abre la puerta antes de que sea demasiado tarde. No tengas miedo. Coge
la pluma y deja entrar un nuevo capítulo en tu vida. Ponte a andar.
Miro hacia el fondo del autobús
con los ojos anegados en lágrimas ahora. Solía gustarme ir allí detrás. Allí donde
había risas, conversaciones risueñas, dramas escolares y amores de veranos sin
fin. Casi puedo sentirlo otra vez. Algunos rostros se difuminan ya, por
desgracia, perdiéndose entre las brumas del pasado.
Con el tiempo fui sentándome cada
vez más adelante.
A medida que pugnaba por ser alguien que no
era, me enredaba en mis propios problemas y me alejaba de todo y de todos, me
iba desplazando inadvertida pero inexorablemente hacia el morro del autobús,
alejándome de lo que era.
¿Cómo no me había dado cuenta
antes?, ¿Cuándo había perdido el control?
La voz de la anciana resuena en
mi mente como un débil murmullo enredado en la tormenta: aún estás a tiempo.
La busco pero se ha ido. No
importa. Ha cumplido su misión.
Miro en derredor y todo parece
tener ahora otro color, otro brillo, otra consistencia. Todo parece… no sé…. Mejor,
de algún modo.
Me vuelvo a sentar.
El autobús continúa su trayecto,
ajeno a todo.
Continúo llorando un rato más.
Hasta que las reservas de llanto se agotan.
Sonrío y saludo a la mujer que se
sienta a mi lado.
Y el viaje sigue.
En un momento dado me acerco al
conductor y le pregunto si sabe cuál es mi parada. Sin mediar palabra me indica
con un gesto de la mano el cartel que se encuentra sobre su cabeza, que reza:
“prohibido molestar al conductor”.
Desvío mi mirada del cartel a su
rostro y de nuevo al cartel, que ahora esgrime un nuevo mensaje: “sabrás dónde
bajarte cuando llegues a tu parada, mientras disfruta del viaje”.
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