sábado, 24 de septiembre de 2016

LA PRÓXIMA PARADA

A veces echo la vista atrás y me embarga la nostalgia de lo que fui, de todo lo que fue y ya no será de nuevo. Es una sensación de pérdida, de dejar atrás algo importante, algo bonito, algo seguro.
Es una sensación casi dolorosa. Como si una parte de mí se hubiera quedado en el camino y ya no me acompañara más. Como si  mi sombra estuviera incompleta. El pasado llama a la puerta del presente, emponzoñando el futuro con su desteñido y añejo aroma de felicidad.
La pervivencia en mi memoria de recuerdos, rostros, momentos, sensaciones y olores, convenientemente aumentados por el tamiz del tiempo, agrava esa sensación de pérdida, de vacío.  
Esa sensación de que la magia de antaño se está descomponiendo, está feneciendo ahogada por internet, por nuestra absurda tozudez o simplemente porque ya nadie sabe sacar un conejo de su chistera.
La ilusión (nuestra ilusión por vivir, por aprender, por mejorar, por amar) parece desinflarse como un globo herido, consumida como una vela en la intemperie. El tiempo, las obligaciones, las preocupaciones y los miedos engullen nuestros anhelos y sepultan nuestros sueños, cerrando la puerta a nuestro niño interior, silenciándole.
A veces uno tiene la sensación de que el autobús de la vida ha tomado una nueva ruta sin avisar siquiera, callejeando por ignotos parajes, con destino incierto.
Miro a lado y lado solo veo gente extraña y asientos vacíos a mi alrededor. Aquellos que iniciaron el trayecto conmigo hace tiempo que se apearon. Rostros nuevos aparecen. Algunos continúan el viaje. Otros no. Algunos vienen, se sientan a mi lado y conversamos de esto y de aquello. A veces reímos, otras lloramos. Algunos de éstos también se han ido, otros todavía están.
Algunos simplemente están de pie mirando al vacío, sin querer o atreverse a entrar en mi vida. No importa. Así tiene que ser. Los dados de agitan en la mano de Dios. Las oportunidades se suceden y en nuestra propia  mano está la elección, la decisión.
Me levanto y cedo mi asiento a una anciana. Me mira con ojos risueños. Mi mira de verdad, viendo. Y me asomo a sus ojos y leo sabiduría, dolor, amor y ternura en ellos. Me agradece el gesto. Le indico que aún soy joven y puedo aguantar de pie un rato. Se ríe. Miro por la ventana para que no vea una lágrima que se derrama por mi mejilla. Algo se ha encendido en mi corazón. Lloro por mí, por ella, por mi incapacidad para entender y entenderme. No sé por qué lloro.
Noto un ligero contacto en mi brazo. La abuela tira delicadamente de la manga de mi chaqueta. Sigue sonriendo. La sonrisa ilumina su rostro que ahora parece tener quince años menos.
- No todo está perdido. Nada se ha ido. Todo está si sabes dónde buscar, hijo. Todo está en ti. Siempre lo ha estado. Pero no vivas en el pasado. No puedes honrar a los muertos eternamente. Eso no es vida. Tu historia ha sido la que ha tenido que ser. Y a ella ha venido la gente llamada a venir, para escribirla contigo. Disfruta del presente. De cada nuevo amanecer, de cada beso, de cada caricia, de cada llanto. Abre la puerta antes de que sea demasiado tarde. No tengas miedo. Coge la pluma y deja entrar un nuevo capítulo en tu vida. Ponte a andar.
Miro hacia el fondo del autobús con los ojos anegados en lágrimas ahora. Solía gustarme ir allí detrás. Allí donde había risas, conversaciones risueñas, dramas escolares y amores de veranos sin fin. Casi puedo sentirlo otra vez. Algunos rostros se difuminan ya, por desgracia, perdiéndose entre las brumas del pasado.
Con el tiempo fui sentándome cada vez más adelante.
 A medida que pugnaba por ser alguien que no era, me enredaba en mis propios problemas y me alejaba de todo y de todos, me iba desplazando inadvertida pero inexorablemente hacia el morro del autobús, alejándome de lo que era.
¿Cómo no me había dado cuenta antes?, ¿Cuándo había perdido el control?
La voz de la anciana resuena en mi mente como un débil murmullo enredado en la tormenta: aún estás a tiempo.
La busco pero se ha ido. No importa. Ha cumplido su misión.
Miro en derredor y todo parece tener ahora otro color, otro brillo, otra consistencia. Todo parece… no sé…. Mejor, de algún modo.
Me vuelvo a sentar.
El autobús continúa su trayecto, ajeno a todo.
Continúo llorando un rato más. Hasta que las reservas de llanto se agotan.
Sonrío y saludo a la mujer que se sienta a mi lado.
Y el viaje sigue.
En un momento dado me acerco al conductor y le pregunto si sabe cuál es mi parada. Sin mediar palabra me indica con un gesto de la mano el cartel que se encuentra sobre su cabeza, que reza: “prohibido molestar al conductor”.
Desvío mi mirada del cartel a su rostro y de nuevo al cartel, que ahora esgrime un nuevo mensaje: “sabrás dónde bajarte cuando llegues a tu parada, mientras disfruta del viaje”.


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