Es la hora.
Sus músculos
así lo indican, sus sentidos lo corroboran.
Descalzo,
desnudo, de pie en la habitación vacía, a oscuras, permanece todavía unos
instantes más sin moverse, congelado en esa angosta estancia sin ventanas, con
los ojos cerrados, preparándose.
Sus labios
se mueven mientras recita la ancestral letanía en lengua angélica, en voz baja,
apenas un susurro.
Su
respiración se acompasa, sus latidos se ralentizan, su mente se pierde evitando
las lejanas brumas de un pasado cruel, duro, viejo y arrugado, buscando un
escondido remanso de paz en lo más recóndito de su cerebro.
Como tantas
otras veces antes, el Capturador se proyecta hacia delante, hacia los haces de
luz que solo él puede ver, evocando a sus ancestros, a su poder, a su deber, al
Don.
Y a la vez
su ser, su esencia, se repliega y cae hacia su propio interior en un diestro,
complejo e imposible movimiento mental.
Su Yo se
eleva a un estadio familiar y atemporal donde mora el magma ambarino de la
vida, la fuente del todo, aupado por la voluntad, mentes y almas de los
anteriores Capturadores, los Conseguidores, por los rescoldos del poder de los
últimos Pensadores y hasta del propio Hacedor.
Y allí, en
aquel paraje eterno, interdimensional se postra de rodillas con humildad y
extiende los brazos formando una cruz esperando al magma ambarino.
En un
instante siente, nota como el denso fluido lo inunda, lo posee, lo consume para
fundirse con él en un extraño momento agónico en el que se aleja de su propio
Yo para ser algo inconmensurablemente mayor, algo casi divino.
Y al
siguiente instante el magma se retira dejando extraños ideogramas dorados sobre
la piel de sus brazos. Mudas instrucciones gravadas a fuego que refulgen como
oro líquido en aquella vacuidad eterna.
Dando las
gracias se retira con un nuevo y brusco movimiento mental que solo eones de
práctica y condicionamiento confieren, cayendo a su cuerpo físico con un
herrumbroso chasquido de goznes oxidados que resuena en la pequeña pieza en
tinieblas.
La magia se
está perdiendo, se está deteriorando.
Y ya nadie
sabe ni puede arreglarla. Nadie puede sanarla.
Sin abrir
los ojos se agacha y toma la ropa plegada en el suelo, junto a la puerta.
Se viste
sin prisa.
Camisa
negra. Tejanos negros. Deportivas negras. Capa negra con capucha.
Casi está
listo.
Piensa de
nuevo en cómo se está debilitando el Don. Aunque por ahora él solo puede hacer
lo que sabe hacer, lo que ha nacido para hacer.
Inspira
profundamente y exhala el aire lentamente. Una, dos, tres y cuatro veces.
Los
ideogramas brillan en la oscuridad como luciérnagas en una serena noche de
verano.
Allí se
esconden las indicaciones para llegar a su próximo destino, a su próximo
objetivo. Parecen enormes tatuajes sin sentido. Acaricia suavemente su brazo
izquierdo. Se nota caliente al tacto, transmitiendo una calidez reconfortante a
las yemas de sus dedos.
Sus
pensamientos vagan muy lejos, muy atrás. A aquel día que fue dejado allí
(abandonado) para que llevara a cabo la misión que le había sido encomendada.
Y allí
sigue todavía.
Solo. En
aquel recóndito paraje perdido.
Sale de la
estancia y se encamina por el angosto pasillo en penumbras hacia la habitación
de la Puerta, en el fondo de la enigmática construcción que se extiende por las
entrañas de la montaña. Esa edificación tosca, labrada en la piedra decenios de
milenios atrás. Quizás por los Antiguos, quizás por los Eternos.
Penetra en
la estancia y enciende la luz. La iluminación se limita a una bombilla desnuda
que cuelga del techo con una vieja y herrumbrosa cadenilla para accionarla.
Apenas si lanza un fulgor mortecino, sucio y ajado que no logra imponerse del
todo a la penumbra en su particular lucha sin fin.
El
Capturador contempla la bombilla durante unos instantes quieto, en silencio.
La Puerta se
halla en mitad de la pieza.
El extraño
artilugio reposa sobre una base de madera, en el suelo de por lo demás desnuda
habitación. Es un compendio de engranajes, cables, poleas, cadenas, cuerdas y
pantallas que parecen amontonadas casi al azar, sin ningún sentido.
Es un
rectángulo grande, denso, compacto, negro. De unos dos hombres y medio de
largo, por uno y cuarto de ancho y poco más de medio hombre de alto. Su opaca
superficie absorbe la escasa luz, pero no la refleja, casi como si quisiera
atesorar la codiciada y preciada luminiscencia en su interior.
Parece un
gran ataúd.
El
Capturador acaricia con delicadeza una pieza dorada que sobresale en uno de los
extremos, el opuesto al de la entrada. De allí brotará el haz que lo llevará a
su destino.
La máquina
no está conectada a ninguna fuente de energía, a ninguna fuente de
alimentación, a ninguna parte de hecho. No hace falta.
La Puerta
solo se activa y se abre con una llave.
Y el
Capturador es la llave.
La única
llave que abre “esa” puerta, la Puerta.
Él no sabe
cómo puede ser eso posible y, sin embargo, lo es. Sabe que funciona. Y con eso
le basta. El Capturador no se cuestiona demasiadas cosas, nunca lo ha hecho.
Tampoco antes de ser el Capturador, cuando todo era distinto. Cuando todo
parecía distinto y no había densos nubarrones oscuros que se cernían sobre la
Tierra de las Doce Tribus. Antes de que todo se moviera, se alterara, se
degradara.
Quizás por
eso fue el elegido para esta tarea.
Su mente
vaga por los recuerdos de lo que parece fue otra vida, casi de algún otro,
durante unos instantes más. Sonríe. Y esa sonrisa torcida luce extraña en ese
rostro repleto de cicatrices. Ese rostro testigo de otra época.
Los dibujos
de sus brazos empiezan de pronto a brillar con mayor intensidad. Una picazón
recorre su cuerpo. Es la señal. Debe prepararse para partir.
Se coloca
en la parte central del artefacto. Extiende los brazos e inclinándose sobre la
Puerta los introduce verticalmente en dos largos agujeros semiocultos en las
entrañas en penumbras de aquel extraño conglomerado.
Al cabo de
unos instantes un leve ronroneo indica que la máquina ha despertado de su
letargo. Parece el motor de un coche diésel: tenue, comedido, con una cadencia
perfecta después de tantos años, de tantos siglos, de tantos milenios.
Unas luces
ambarinas empiezan a serpentear por las pantallas de la Puerta a una velocidad
fulgurante, sinuosa y vertiginosa que va dibujando extraños patrones que se
repiten una y otra vez, cada vez más deprisa, cada vez adquiriendo un tono más
dorado, más ámbar, más parecido al de los ideogramas de los brazos del
Capturador.
Este apenas
si presta atención al espectáculo visual, a ese maravilloso baile de dorados
puntos de luz que serpentean y reptan por las oscuras pantallas como haces de
luciérnagas en un loco baile de apareamiento. Lo ha visto infinidad de veces
antes.
Todavía lo
verá infinidad de veces más antes de que sea reemplazado.
El tiempo
pasa.
Incluso
allí.
Ya no es el
mismo que cuando empezó. Está cansado. Se siente solo, olvidado.
Su luz se
extingue lentamente.
Por fin las
luces danzarinas detienen su loco y caótico corretero por el artefacto y se
congelan en un dibujo que desperdiga cientos de diminutas figuras ambarinas por
todas las pantallas.
El
Capturador no puede leerlo. No es la Alta Lengua, ni la Baja, ni Angélico. Ni
tan siquiera Pre Angélico. No importa. No le hace falta entenderlo. Él sabe que
significan esas runas bailarinas: son las coordenadas que definen el punto al
que va a ser “proyectado”. Son la transcripción de los símbolos labrados en su
piel a un lenguaje inteligible para la Puerta. Allí están el dónde, el cuándo y
el quién de su inminente viaje.
El ronroneo
de la máquina adquiere un tono más agudo.
El
Capturador se incorpora, extrayendo los brazos del artefacto. Los ideogramas ya
no están. Han desparecido. Ya han cumplido su misión.
El
artefacto está calculando ahora el camino, la ruta, la trayectoria a través de
constelaciones, dimensiones, tiempos y mundos diferentes, divergentes y
excluyentes.
Es un
ejercicio imposible que logra doblegar el universo (todos los universos) por la
mitad, y otra vez por la mitad, plegado como si fuera un vulgar papel, y trazar
una delgada lengua de fuego ambarina entre dos puntos, uno a cada lado,
perforando el papel hasta alcanzar el destino. Y luego, inmediatamente,
desdoblar el papel para devolver el universo, el espacio y el tiempo a su
estado natural, original y primitivo.
Todo
transcurre en el interior de esa estancia, de ese artefacto. Bajo la luz de la
desnuda bombilla.
El agudo
ronroneo se detiene y todo queda en silencio.
El
Capturador contempla de nuevo la sucia bombilla que pende del techo. Algo se
agita en su interior. Algo se mueve en las profundidades de su cerebro,
luchando por emerger, por traer a la superficie un recuerdo sepultado en las
profundidades de su mente.
Es casi
como un déjà vu.
La
sensación flota unos instantes más en su cerebro y su cuerpo. Un nombre aparece
de la nada y luego se desvanece para perderse en el olvido.
Y justo
entonces la pieza dorada de la Puerta cobra vida y proyecta una borrosa imagen
en la pared como si fuera una vieja película muda, en blanco y negro, que se ha
exhibido ya un millón de veces antes.
La imagen
es poco nítida, distorsionada.
No
obstante, no hay ninguna duda de lo que hay reflejado en la pared: una puerta.
Parece
lógico. La Puerta proyecta un puerta.
Precisamente
por eso el Capturador le puso ese nombre al artefacto. Pues no solo define a la
perfección lo que es (una puerta entre dos “ahoras”, entre dos mundos) sino que
también es una puerta lo que emana de él.
Respira
profundamente una vez más y se encamina a la pared del fondo de la estancia, en
la que oscila la brumosa imagen de una vieja puerta de madera como si fuera un
espectro, flotando a medio camino entre dos realidades, a medio terminar.
Es una
puerta hermosa pese a su antigüedad. Sobria, grande, recia. Con motivos
labrados a meno en su trabajada superficie.
El
Capturador se coloca a escasos centímetros de la pared y observa la puerta con
la misma admiración que todas las veces anteriores.
Aunque se
encuentra entre el artefacto y la pared la proyección no se interrumpe. El haz
ambarino atraviesa su anatomía como si fuera un holograma. Ni tan siguiera su
cuerpo proyecta sombra alguna en la pared. La puerta sigue flotando allí,
impertérrita, ajena a él, esperando. Con excitación la contenida. Con la
promesa de la magia de una película de cine proyectada sobre una sábana blanca
en una noche estival en la plaza del pueblo.
Estira el
brazo y empuja suavemente la imagen de la pared hacia delante, notando la
serena suavidad de la madera, su historia, su magia. Sabe que no está cerrada
con llave. Nunca lo ha estado.
La puerta
se abre sin ningún ruido, lentamente, revelando en la pared esa otra realidad que
le aguarda al otro lado.
Parece una
extraña y enorme ventana en la pared de esa extraña habitación en la que el
extraño artefacto parece aún más fuera de lugar ahora.
El
Capturador avanza a través de la pared, a través de la imagen, a través de la
puerta imposible para caer en la calurosa tarde de primavera en el parque de la
Sexta con Kensington.
Su cuerpo
se confunde por unos instantes en la borrosa imagen proyectada en la pared. Una
enorme mancha oscura que destaca en ese atardecer de tonos pastel.
Una vez
dentro, en el otro lado, la puerta se cierra a sus espaldas con un lacónico
“plop”.
La Puerta
emite de nuevo una vibración que recorre toda su estructura.
Si alguien
estuviera allí para verlo diría que un escalofrío ha recorrido la máquina. Pero
allí no hay nadie que pueda verlo. Allí solo está la bombilla, que pende del
techo como un murciélago aletargado como lo ha hecho desde el albor de los
tiempos.
Un puntito
rojo aparece en una de las pantallas.
La Puerta
aguarda a que el Capturador termine para devolverlo a casa.