La nieve cae en mi alma, perdida
entre las nieblas de desánimo, ahogada entre las sombras de las dudas y el
miedo, sepultada bajo su ígneo manto que crece y crece mientras las tinieblas
lo invaden todo y me precipitan hacia la abyecta oscuridad, que aguarda,
expectante, al tiempo que mi ser se congela allí dentro.
Intento guarecerme de la nevada
pero no puedo. Allí no hay nada bajo lo que protegerme, ningún sitio donde
ocultarme y esperar a que amaine la tormenta blanca. Allí dentro solo hay ese
blanco infernal y brillante. Y la soledad. Esa inquietante soledad.
Intento salir de ahí pero no sé cómo
hacerlo. Solo hay blanco sobre blanco a mí alrededor. Y ese blanco lo envuelve
todo, incluso a mí.
Y a cada paso me hundo más en la
esponjosa y traicionera nieve. Y a cada paso estoy más lejos de poder salir de
ella, de salvarme, de recobrar mi esencia perdida.
La culpa me golpea las sienes, el
temor aprieta mi corazón, el miedo atenaza mi cerebro. El frío hiela mi alma.
Y la vida continúa en algún sitio
mientras yo me hundo cada vez más en mi blanca prisión, encerrado en mí mismo.
Grito con todas mis fuerzas
pidiendo ayuda y los ecos desafinados reverberan en el blanco elemento
multiplicando mi lamento.
Me hundo un poco más en la nieve.
La nevada continúa.
Tengo frío. Mucho frío. Hace un
helor insoportable allí dentro.
Al fin, un rumor rompe el
silencio. Apenas un leve murmullo. El ruido del aleteo de una mariposa que
revolotea de flor en flor.
A lo lejos un punto negro se dibuja
de pronto, extraño y sin sentido en ese blanco lienzo monocromo.
El punto se agranda y de él nace
un cuervo de negro pelaje ralo y ojos carbón que refulgen en la nieve como
ascuas candentes.
El ave se acerca y agranda a
intervalos, de manera irregular, como una extraña nave oxidada avanzando entre
la tormenta.
Se posa en mi hombro y me escruta
desde esos pozos negros que de pronto parecen albergar una inusitada actividad
en su interior. Me mira y nuestros ojos parecen conectarse de alguna manera
durante unos segundos, congelando el tiempo, dejando fuera de él la tormenta,
el miedo, las dudas, la angustia y el dolor. Y en su pico obstinado se dibuja
una sonrisa mientras noto como un calor emana de mi cuerpo, de mi corazón, de
mi alma.
Y el momento fenece y se pierde
en los pliegues del acontecer. La magia se diluye.
Y de pronto hay un ejército de
cuervos posados en mis hombros, en mi cabeza, en mis brazos extendidos. Y todos
me miran. Y todos sonríen.
Y el calor aumenta.
Y la nieve empieza a fundirse.
La de fuera y la de dentro.
Y en unos minutos ya estoy libre.
Y los cuervos empiezan a
marcharse lentamente hasta que solo queda uno, el primero.
Nuestras miradas se encuentran de
nuevo. Su voz rasposa, poco acostumbrada a exhibirse, suena en mi mente para
decir que el calor siempre ha estado allí dentro, en mí. Solo tenías que asomarte
dentro y llamarlo, comenta antes de levantar el vuelo.
Aguardo unos momentos allí parado
mientras sus palabras se pierden en mi cabeza.
Ya no tiene sentido permanecer
más tiempo allí.
Y silbando, notando el calor
corriendo por mis venas empiezo a caminar.