El motivo

Aunque me produce satisfacción el solo hecho de escribir me gustaría pensar que aquello que creo sirve, al menos, para entretener a otros. Si, además, soy capaz de transmitir algo, despertar algún sentimiento en quien lo lee, me doy por más que pagado, puesto que la auténtica satisfacción radica en compartir.

lunes, 10 de agosto de 2020

LA LLAVE Y LA PUERTA

 

Es la hora.

Sus músculos así lo indican, sus sentidos lo corroboran.

Descalzo, desnudo, de pie en la habitación vacía, a oscuras, permanece todavía unos instantes más sin moverse, congelado en esa angosta estancia sin ventanas, con los ojos cerrados, preparándose.

Sus labios se mueven mientras recita la ancestral letanía en lengua angélica, en voz baja, apenas un susurro.

Su respiración se acompasa, sus latidos se ralentizan, su mente se pierde evitando las lejanas brumas de un pasado cruel, duro, viejo y arrugado, buscando un escondido remanso de paz en lo más recóndito de su cerebro.

Como tantas otras veces antes, el Capturador se proyecta hacia delante, hacia los haces de luz que solo él puede ver, evocando a sus ancestros, a su poder, a su deber, al Don.

Y a la vez su ser, su esencia, se repliega y cae hacia su propio interior en un diestro, complejo e imposible movimiento mental.

Su Yo se eleva a un estadio familiar y atemporal donde mora el magma ambarino de la vida, la fuente del todo, aupado por la voluntad, mentes y almas de los anteriores Capturadores, los Conseguidores, por los rescoldos del poder de los últimos Pensadores y hasta del propio Hacedor.

Y allí, en aquel paraje eterno, interdimensional se postra de rodillas con humildad y extiende los brazos formando una cruz esperando al magma ambarino.

En un instante siente, nota como el denso fluido lo inunda, lo posee, lo consume para fundirse con él en un extraño momento agónico en el que se aleja de su propio Yo para ser algo inconmensurablemente mayor, algo casi divino.

Y al siguiente instante el magma se retira dejando extraños ideogramas dorados sobre la piel de sus brazos. Mudas instrucciones gravadas a fuego que refulgen como oro líquido en aquella vacuidad eterna.

Dando las gracias se retira con un nuevo y brusco movimiento mental que solo eones de práctica y condicionamiento confieren, cayendo a su cuerpo físico con un herrumbroso chasquido de goznes oxidados que resuena en la pequeña pieza en tinieblas.

La magia se está perdiendo, se está deteriorando.

Y ya nadie sabe ni puede arreglarla. Nadie puede sanarla.

Sin abrir los ojos se agacha y toma la ropa plegada en el suelo, junto a la puerta.

Se viste sin prisa.

Camisa negra. Tejanos negros. Deportivas negras. Capa negra con capucha.

Casi está listo.

Piensa de nuevo en cómo se está debilitando el Don. Aunque por ahora él solo puede hacer lo que sabe hacer, lo que ha nacido para hacer.

Inspira profundamente y exhala el aire lentamente. Una, dos, tres y cuatro veces.

Los ideogramas brillan en la oscuridad como luciérnagas en una serena noche de verano.

Allí se esconden las indicaciones para llegar a su próximo destino, a su próximo objetivo. Parecen enormes tatuajes sin sentido. Acaricia suavemente su brazo izquierdo. Se nota caliente al tacto, transmitiendo una calidez reconfortante a las yemas de sus dedos.

Sus pensamientos vagan muy lejos, muy atrás. A aquel día que fue dejado allí (abandonado) para que llevara a cabo la misión que le había sido encomendada.

Y allí sigue todavía.

Solo. En aquel recóndito paraje perdido.

Sale de la estancia y se encamina por el angosto pasillo en penumbras hacia la habitación de la Puerta, en el fondo de la enigmática construcción que se extiende por las entrañas de la montaña. Esa edificación tosca, labrada en la piedra decenios de milenios atrás. Quizás por los Antiguos, quizás por los Eternos.

Penetra en la estancia y enciende la luz. La iluminación se limita a una bombilla desnuda que cuelga del techo con una vieja y herrumbrosa cadenilla para accionarla. Apenas si lanza un fulgor mortecino, sucio y ajado que no logra imponerse del todo a la penumbra en su particular lucha sin fin.

El Capturador contempla la bombilla durante unos instantes quieto, en silencio.

La Puerta se halla en mitad de la pieza.

El extraño artilugio reposa sobre una base de madera, en el suelo de por lo demás desnuda habitación. Es un compendio de engranajes, cables, poleas, cadenas, cuerdas y pantallas que parecen amontonadas casi al azar, sin ningún sentido.

Es un rectángulo grande, denso, compacto, negro. De unos dos hombres y medio de largo, por uno y cuarto de ancho y poco más de medio hombre de alto. Su opaca superficie absorbe la escasa luz, pero no la refleja, casi como si quisiera atesorar la codiciada y preciada luminiscencia en su interior.

Parece un gran ataúd.

El Capturador acaricia con delicadeza una pieza dorada que sobresale en uno de los extremos, el opuesto al de la entrada. De allí brotará el haz que lo llevará a su destino.

La máquina no está conectada a ninguna fuente de energía, a ninguna fuente de alimentación, a ninguna parte de hecho. No hace falta.

La Puerta solo se activa y se abre con una llave.

Y el Capturador es la llave.

La única llave que abre “esa” puerta, la Puerta.

Él no sabe cómo puede ser eso posible y, sin embargo, lo es. Sabe que funciona. Y con eso le basta. El Capturador no se cuestiona demasiadas cosas, nunca lo ha hecho. Tampoco antes de ser el Capturador, cuando todo era distinto. Cuando todo parecía distinto y no había densos nubarrones oscuros que se cernían sobre la Tierra de las Doce Tribus. Antes de que todo se moviera, se alterara, se degradara.

Quizás por eso fue el elegido para esta tarea.

Su mente vaga por los recuerdos de lo que parece fue otra vida, casi de algún otro, durante unos instantes más. Sonríe. Y esa sonrisa torcida luce extraña en ese rostro repleto de cicatrices. Ese rostro testigo de otra época.

Los dibujos de sus brazos empiezan de pronto a brillar con mayor intensidad. Una picazón recorre su cuerpo. Es la señal. Debe prepararse para partir.

Se coloca en la parte central del artefacto. Extiende los brazos e inclinándose sobre la Puerta los introduce verticalmente en dos largos agujeros semiocultos en las entrañas en penumbras de aquel extraño conglomerado.

Al cabo de unos instantes un leve ronroneo indica que la máquina ha despertado de su letargo. Parece el motor de un coche diésel: tenue, comedido, con una cadencia perfecta después de tantos años, de tantos siglos, de tantos milenios.

Unas luces ambarinas empiezan a serpentear por las pantallas de la Puerta a una velocidad fulgurante, sinuosa y vertiginosa que va dibujando extraños patrones que se repiten una y otra vez, cada vez más deprisa, cada vez adquiriendo un tono más dorado, más ámbar, más parecido al de los ideogramas de los brazos del Capturador.

Este apenas si presta atención al espectáculo visual, a ese maravilloso baile de dorados puntos de luz que serpentean y reptan por las oscuras pantallas como haces de luciérnagas en un loco baile de apareamiento. Lo ha visto infinidad de veces antes.

Todavía lo verá infinidad de veces más antes de que sea reemplazado.

El tiempo pasa.

Incluso allí.

Ya no es el mismo que cuando empezó. Está cansado. Se siente solo, olvidado.

Su luz se extingue lentamente.

Por fin las luces danzarinas detienen su loco y caótico corretero por el artefacto y se congelan en un dibujo que desperdiga cientos de diminutas figuras ambarinas por todas las pantallas.

El Capturador no puede leerlo. No es la Alta Lengua, ni la Baja, ni Angélico. Ni tan siquiera Pre Angélico. No importa. No le hace falta entenderlo. Él sabe que significan esas runas bailarinas: son las coordenadas que definen el punto al que va a ser “proyectado”. Son la transcripción de los símbolos labrados en su piel a un lenguaje inteligible para la Puerta. Allí están el dónde, el cuándo y el quién de su inminente viaje.

El ronroneo de la máquina adquiere un tono más agudo.

El Capturador se incorpora, extrayendo los brazos del artefacto. Los ideogramas ya no están. Han desparecido. Ya han cumplido su misión.

El artefacto está calculando ahora el camino, la ruta, la trayectoria a través de constelaciones, dimensiones, tiempos y mundos diferentes, divergentes y excluyentes.

Es un ejercicio imposible que logra doblegar el universo (todos los universos) por la mitad, y otra vez por la mitad, plegado como si fuera un vulgar papel, y trazar una delgada lengua de fuego ambarina entre dos puntos, uno a cada lado, perforando el papel hasta alcanzar el destino. Y luego, inmediatamente, desdoblar el papel para devolver el universo, el espacio y el tiempo a su estado natural, original y primitivo.

Todo transcurre en el interior de esa estancia, de ese artefacto. Bajo la luz de la desnuda bombilla.

El agudo ronroneo se detiene y todo queda en silencio.

El Capturador contempla de nuevo la sucia bombilla que pende del techo. Algo se agita en su interior. Algo se mueve en las profundidades de su cerebro, luchando por emerger, por traer a la superficie un recuerdo sepultado en las profundidades de su mente.

Es casi como un déjà vu.

La sensación flota unos instantes más en su cerebro y su cuerpo. Un nombre aparece de la nada y luego se desvanece para perderse en el olvido.

Y justo entonces la pieza dorada de la Puerta cobra vida y proyecta una borrosa imagen en la pared como si fuera una vieja película muda, en blanco y negro, que se ha exhibido ya un millón de veces antes.

La imagen es poco nítida, distorsionada.

No obstante, no hay ninguna duda de lo que hay reflejado en la pared: una puerta.

Parece lógico. La Puerta proyecta un puerta.

Precisamente por eso el Capturador le puso ese nombre al artefacto. Pues no solo define a la perfección lo que es (una puerta entre dos “ahoras”, entre dos mundos) sino que también es una puerta lo que emana de él.

Respira profundamente una vez más y se encamina a la pared del fondo de la estancia, en la que oscila la brumosa imagen de una vieja puerta de madera como si fuera un espectro, flotando a medio camino entre dos realidades, a medio terminar.

Es una puerta hermosa pese a su antigüedad. Sobria, grande, recia. Con motivos labrados a meno en su trabajada superficie.

El Capturador se coloca a escasos centímetros de la pared y observa la puerta con la misma admiración que todas las veces anteriores.

Aunque se encuentra entre el artefacto y la pared la proyección no se interrumpe. El haz ambarino atraviesa su anatomía como si fuera un holograma. Ni tan siguiera su cuerpo proyecta sombra alguna en la pared. La puerta sigue flotando allí, impertérrita, ajena a él, esperando. Con excitación la contenida. Con la promesa de la magia de una película de cine proyectada sobre una sábana blanca en una noche estival en la plaza del pueblo.

Estira el brazo y empuja suavemente la imagen de la pared hacia delante, notando la serena suavidad de la madera, su historia, su magia. Sabe que no está cerrada con llave. Nunca lo ha estado.

La puerta se abre sin ningún ruido, lentamente, revelando en la pared esa otra realidad que le aguarda al otro lado.

Parece una extraña y enorme ventana en la pared de esa extraña habitación en la que el extraño artefacto parece aún más fuera de lugar ahora.

El Capturador avanza a través de la pared, a través de la imagen, a través de la puerta imposible para caer en la calurosa tarde de primavera en el parque de la Sexta con Kensington.

Su cuerpo se confunde por unos instantes en la borrosa imagen proyectada en la pared. Una enorme mancha oscura que destaca en ese atardecer de tonos pastel.

Una vez dentro, en el otro lado, la puerta se cierra a sus espaldas con un lacónico “plop”.

La Puerta emite de nuevo una vibración que recorre toda su estructura.

Si alguien estuviera allí para verlo diría que un escalofrío ha recorrido la máquina. Pero allí no hay nadie que pueda verlo. Allí solo está la bombilla, que pende del techo como un murciélago aletargado como lo ha hecho desde el albor de los tiempos.

Un puntito rojo aparece en una de las pantallas.

La Puerta aguarda a que el Capturador termine para devolverlo a casa.

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