Me proyecto hacia adelante desde
mi atalaya imposible y caigo al ingrávido vacío que se extiende y me rodea en
su infinito y frío manto de oscuridad.
Rodeado de titilantes estrellas,
perdido entre gigantescas constelaciones, azotado por dementes meteoritos y
caprichosos cometas, mi cuerpo pende desmadejado a merced de los elementos,
flotando a la deriva en el negro tapiz del cosmos.
Allí, en los confines del
universo, en el vórtice del acontecer, en los pliegues del anverso de la
realidad, enredado en las costuras del tiempo, en la herida de la cuarta dimensión,
fluyo disfrutando del espectáculo que discurre ante mis ojos.
Allí arriba los tres silencios me
envuelven: el denso y sepulcral peso del hondo vacío sin aire, eco ni memoria,
el del lento, eterno y mudo rechinar del engranaje cósmico en movimiento y el
más sutil y peor de todos, el oscuro, sombrío y acre silencio de mi soledad que
envuelve y agranda a los otros dos.
Me dejo llevar unos instantes más
perdido en mis sueños y mis recuerdos mientras todo se agita en su quietud.
El instante se prolonga
dolorosamente retrasando lo ineludible.
Respiro y me pierdo poco a poco
en mi interior, descendiendo hacia mi alma, alejándome hacia todas partes al
mismo tiempo, realizando una vez más el viejo truco de magia que me enseñó mi
padre. Y a cada paso mi esencia se concreta y se difumina más a la vez. Y a
cada latido me pierdo más en mí mismo para dejar de ser yo y ser otros, ser
todos ellos.
Ahora oigo perfectamente el rumor
de millones de almas pertenecientes a seres, razas y especies diferentes que se
agitan en mi mente. Ahora yo formo parte de ese murmullo. Mi voz se suma a esas
gargantas que cantan una ancestral tonada al unísono, que reverbera desde las
cuatro esquinas de la creación e inunda el vacío con su eco atronador.
Y antes de perderme en ese todo
tomo el diminuto sol que anida en lo más recóndito de mi ser en mis manos y le
susurro que brille por y para todos.
Y el diminuto astro plateado se
agita y se enciende desde dentro y explota en una halo blanco y brillante que
se expande hasta el infinito como una onda imposible y cegadora, propagando por
doquier su ambarina calidez.
Y mi esencia se pierde tras la
estela de la blanca luz, inabarcable, indómita, sanadora.