El motivo

Aunque me produce satisfacción el solo hecho de escribir me gustaría pensar que aquello que creo sirve, al menos, para entretener a otros. Si, además, soy capaz de transmitir algo, despertar algún sentimiento en quien lo lee, me doy por más que pagado, puesto que la auténtica satisfacción radica en compartir.

jueves, 8 de diciembre de 2016

HOY

El día se acerca a su fin lenta e inexorablemente. Y con él el año, caminando ambos como dos amantes, de la mano, mirándose a los ojos en silencio. Todo está dicho ya. Sobran las palabras.
Atrás quedan recuerdos, sensaciones, sonrisas, llantos, lamentos, dudas, miedos, alegrías. Atrás quedan noches y días. La puerta se va cerrando poco a poco, y la pequeña sombra escurridiza, hacendosa, empieza a empaquetar nuestros recuerdos para almacenarlos en alguna oscura despensa, en algún lugar de nuestra mente.
Allí se guardarán en frascos de cristal. El verde turquesa de los sueños cumplidos. El gris oscuro de las pesadillas. El magenta de los momentos amargos. El marengo de las dudas y el miedo. El azul del amor. El naranja de las sonrisas. Frascos y más frascos perfectamente alineados en viejos estantes de madera para que no se pierda nada.
Frascos que centellean y refulgen en la oscuridad como un millón de bombillas de colores. Frascos en los que se agita una bruma opaca y espesa que parece cobrar vida por momentos. El tintineo del cristal al chocar contra el cristal produce un extraño eco que reverbera en la despensa. La sombra aguarda unos instantes y susurra unas palabras en una lengua olvidada. El rumor se detiene. Echa una sola mirada más y abandona la estancia con las manos vacías.
Otro día está a punto de nacer. Otra puerta está a punto de abrirse. Otro gran libro en blanco con miles de historias que contar.

Pero eso será mañana.

sábado, 5 de noviembre de 2016

EL CALOR QUE FUNDE LA NIEVE

La nieve cae en mi alma, perdida entre las nieblas de desánimo, ahogada entre las sombras de las dudas y el miedo, sepultada bajo su ígneo manto que crece y crece mientras las tinieblas lo invaden todo y me precipitan hacia la abyecta oscuridad, que aguarda, expectante, al tiempo que mi ser se congela allí dentro.
Intento guarecerme de la nevada pero no puedo. Allí no hay nada bajo lo que protegerme, ningún sitio donde ocultarme y esperar a que amaine la tormenta blanca. Allí dentro solo hay ese blanco infernal y brillante. Y la soledad. Esa inquietante soledad.
Intento salir de ahí pero no sé cómo hacerlo. Solo hay blanco sobre blanco a mí alrededor. Y ese blanco lo envuelve todo, incluso a mí.
Y a cada paso me hundo más en la esponjosa y traicionera nieve. Y a cada paso estoy más lejos de poder salir de ella, de salvarme, de recobrar mi esencia perdida.
La culpa me golpea las sienes, el temor aprieta mi corazón, el miedo atenaza mi cerebro. El frío hiela mi alma.
Y la vida continúa en algún sitio mientras yo me hundo cada vez más en mi blanca prisión, encerrado en mí mismo.
Grito con todas mis fuerzas pidiendo ayuda y los ecos desafinados reverberan en el blanco elemento multiplicando mi lamento.
Me hundo un poco más en la nieve.
La nevada continúa.
Tengo frío. Mucho frío. Hace un helor insoportable allí dentro.
Al fin, un rumor rompe el silencio. Apenas un leve murmullo. El ruido del aleteo de una mariposa que revolotea de flor en flor.
A lo lejos un punto negro se dibuja de pronto, extraño y sin sentido en ese blanco lienzo monocromo.
El punto se agranda y de él nace un cuervo de negro pelaje ralo y ojos carbón que refulgen en la nieve como ascuas candentes.
El ave se acerca y agranda a intervalos, de manera irregular, como una extraña nave oxidada avanzando entre la tormenta.
Se posa en mi hombro y me escruta desde esos pozos negros que de pronto parecen albergar una inusitada actividad en su interior. Me mira y nuestros ojos parecen conectarse de alguna manera durante unos segundos, congelando el tiempo, dejando fuera de él la tormenta, el miedo, las dudas, la angustia y el dolor. Y en su pico obstinado se dibuja una sonrisa mientras noto como un calor emana de mi cuerpo, de mi corazón, de mi alma.
Y el momento fenece y se pierde en los pliegues del acontecer. La magia se diluye.
Y de pronto hay un ejército de cuervos posados en mis hombros, en mi cabeza, en mis brazos extendidos. Y todos me miran. Y todos sonríen.
Y el calor aumenta.
Y la nieve empieza a fundirse.
La de fuera y la de dentro.
Y en unos minutos ya estoy libre.
Y los cuervos empiezan a marcharse lentamente hasta que solo queda uno, el primero.
Nuestras miradas se encuentran de nuevo. Su voz rasposa, poco acostumbrada a exhibirse, suena en mi mente para decir que el calor siempre ha estado allí dentro, en mí. Solo tenías que asomarte dentro y llamarlo, comenta antes de levantar el vuelo.
Aguardo unos momentos allí parado mientras sus palabras se pierden en mi cabeza.
Ya no tiene sentido permanecer más tiempo allí.
Y silbando, notando el calor corriendo por mis venas empiezo a caminar.




miércoles, 12 de octubre de 2016

Y SIN EMBARGO, SE MUEVE

Lágrimas surcan mi rostro camino de una muerte segura. Y sin embargo siguen manando sin inmutarse, atropelladamente, sin control, sin absurdos lamentos. Y parece que yo no tenga ningún control sobre ello. La hemorragia salada no se detiene, es ahora una horda de guerreros suicidas, un torrente de vidas desechadas, malgastadas.
No entiendo que sucede conmigo, con mi cuerpo, con mi alma, con la pléyade de sentimientos y sensaciones que desbocan mi corazón y parecen alzar mi cuerpo que, de alguna manera, pierde consistencia y flota, ingrávido, mecido por la tormenta que se desencadena bajo la delgada capa de piel que apenas sostiene el caos que reina en su interior.
Sigo llorando desconsoladamente. Sin saber por qué o por quién.
Sigo llorando mientras sonrío.
Sigo llorando mientras me embarga una sensación de paz indescriptible, casi dolorosa, de una fuerza y potencia irrefrenables que está a punto de derribarme y arrastrarme con ella. Es una vibración, una pulsión que emana desde dentro y desde fuera a un tiempo. Una sombra que se desplaza y me posee, y me envuelve en su cálido manto aterciopelado que huele a rosas, jazmines e incienso. Es como un trozo de Dios (de todos los Dioses) que se funde con mi esencia, se mezcla con mi sangre, se cuela en mis células y me cambia, me transforma, me mejora.
Y tomo consciencia de que nada es lo que parece. De que nunca lo ha sido. Y miro con otros ojos en derredor y los colores parecen diferentes ahora, más vivos, más llamativos, más atractivos, emanando, de alguna forma, de su imagen más primaria y peregrina con la que me sentía confortable. Y escucho con otros oídos, y huelo y siento con renovado olfato y sentidos. Y la vida se muestra como no lo ha hecho hasta ahora. Se despoja de su velo gris, de su luto perpetuo y me descubre un avance de lo que puede llegar a ser.
Y tomo consciencia de mi propia pequeñez y grandeza a la vez, de mi única singularidad y pertenencia a un todo al mismo tiempo, de mi ignorancia y sabiduría, de mi estupidez y mezquindad y mi generosidad sin límites. Tomo consciencia del poder y la luz que anidan en mi interior, y que siempre han estado allí, esperando a que los dejara salir. Tomo consciencia de todo lo que he aprendido y desaprendido por el camino, de cómo he malgastado el tiempo en minucias sin sentido descuidando lo esencial, de cómo el aura que nos envuelve se marchita si no se riega. Tomo consciencia de lo que soy, he sido y seré.
Y cuando casi soy capaz de entenderlo, de asimilarlo, el interruptor se apaga. Et torbellino interior se detiene, dejando un cálido eco que reverbera en las profundidades de mi corazón, calentando mi alma con los rescoldos del fuego celestial que me ha poseído.
Y sigo llorando por mí. Por todos. Para agotar el sufrimiento. Para que los sueños se cumplan. Para que los malos momentos se pierdan en el olvido. Para que otros no tengan que llorar.
Y sigo llorando con el corazón henchido de gracia y amor.

Y todo continúa moviéndose. Y yo, por fin, me muevo también con el todo.

sábado, 24 de septiembre de 2016

LA PRÓXIMA PARADA

A veces echo la vista atrás y me embarga la nostalgia de lo que fui, de todo lo que fue y ya no será de nuevo. Es una sensación de pérdida, de dejar atrás algo importante, algo bonito, algo seguro.
Es una sensación casi dolorosa. Como si una parte de mí se hubiera quedado en el camino y ya no me acompañara más. Como si  mi sombra estuviera incompleta. El pasado llama a la puerta del presente, emponzoñando el futuro con su desteñido y añejo aroma de felicidad.
La pervivencia en mi memoria de recuerdos, rostros, momentos, sensaciones y olores, convenientemente aumentados por el tamiz del tiempo, agrava esa sensación de pérdida, de vacío.  
Esa sensación de que la magia de antaño se está descomponiendo, está feneciendo ahogada por internet, por nuestra absurda tozudez o simplemente porque ya nadie sabe sacar un conejo de su chistera.
La ilusión (nuestra ilusión por vivir, por aprender, por mejorar, por amar) parece desinflarse como un globo herido, consumida como una vela en la intemperie. El tiempo, las obligaciones, las preocupaciones y los miedos engullen nuestros anhelos y sepultan nuestros sueños, cerrando la puerta a nuestro niño interior, silenciándole.
A veces uno tiene la sensación de que el autobús de la vida ha tomado una nueva ruta sin avisar siquiera, callejeando por ignotos parajes, con destino incierto.
Miro a lado y lado solo veo gente extraña y asientos vacíos a mi alrededor. Aquellos que iniciaron el trayecto conmigo hace tiempo que se apearon. Rostros nuevos aparecen. Algunos continúan el viaje. Otros no. Algunos vienen, se sientan a mi lado y conversamos de esto y de aquello. A veces reímos, otras lloramos. Algunos de éstos también se han ido, otros todavía están.
Algunos simplemente están de pie mirando al vacío, sin querer o atreverse a entrar en mi vida. No importa. Así tiene que ser. Los dados de agitan en la mano de Dios. Las oportunidades se suceden y en nuestra propia  mano está la elección, la decisión.
Me levanto y cedo mi asiento a una anciana. Me mira con ojos risueños. Mi mira de verdad, viendo. Y me asomo a sus ojos y leo sabiduría, dolor, amor y ternura en ellos. Me agradece el gesto. Le indico que aún soy joven y puedo aguantar de pie un rato. Se ríe. Miro por la ventana para que no vea una lágrima que se derrama por mi mejilla. Algo se ha encendido en mi corazón. Lloro por mí, por ella, por mi incapacidad para entender y entenderme. No sé por qué lloro.
Noto un ligero contacto en mi brazo. La abuela tira delicadamente de la manga de mi chaqueta. Sigue sonriendo. La sonrisa ilumina su rostro que ahora parece tener quince años menos.
- No todo está perdido. Nada se ha ido. Todo está si sabes dónde buscar, hijo. Todo está en ti. Siempre lo ha estado. Pero no vivas en el pasado. No puedes honrar a los muertos eternamente. Eso no es vida. Tu historia ha sido la que ha tenido que ser. Y a ella ha venido la gente llamada a venir, para escribirla contigo. Disfruta del presente. De cada nuevo amanecer, de cada beso, de cada caricia, de cada llanto. Abre la puerta antes de que sea demasiado tarde. No tengas miedo. Coge la pluma y deja entrar un nuevo capítulo en tu vida. Ponte a andar.
Miro hacia el fondo del autobús con los ojos anegados en lágrimas ahora. Solía gustarme ir allí detrás. Allí donde había risas, conversaciones risueñas, dramas escolares y amores de veranos sin fin. Casi puedo sentirlo otra vez. Algunos rostros se difuminan ya, por desgracia, perdiéndose entre las brumas del pasado.
Con el tiempo fui sentándome cada vez más adelante.
 A medida que pugnaba por ser alguien que no era, me enredaba en mis propios problemas y me alejaba de todo y de todos, me iba desplazando inadvertida pero inexorablemente hacia el morro del autobús, alejándome de lo que era.
¿Cómo no me había dado cuenta antes?, ¿Cuándo había perdido el control?
La voz de la anciana resuena en mi mente como un débil murmullo enredado en la tormenta: aún estás a tiempo.
La busco pero se ha ido. No importa. Ha cumplido su misión.
Miro en derredor y todo parece tener ahora otro color, otro brillo, otra consistencia. Todo parece… no sé…. Mejor, de algún modo.
Me vuelvo a sentar.
El autobús continúa su trayecto, ajeno a todo.
Continúo llorando un rato más. Hasta que las reservas de llanto se agotan.
Sonrío y saludo a la mujer que se sienta a mi lado.
Y el viaje sigue.
En un momento dado me acerco al conductor y le pregunto si sabe cuál es mi parada. Sin mediar palabra me indica con un gesto de la mano el cartel que se encuentra sobre su cabeza, que reza: “prohibido molestar al conductor”.
Desvío mi mirada del cartel a su rostro y de nuevo al cartel, que ahora esgrime un nuevo mensaje: “sabrás dónde bajarte cuando llegues a tu parada, mientras disfruta del viaje”.


jueves, 8 de septiembre de 2016

DESDE MI VENTANA

Desde mi ventana observo como todo se mueve. A distintas velocidades. Con cadencias diferentes. Y no obstante permanece estancado en una quietud sobria y atemporal.  
Todo parece cimbrearse, oscilar mecido bajo el influjo de una brisa invisible, danzando al compás de una tonada inaudible que se repite una y un millón de veces desde el albor de los tiempos.
Desde mi ventana percibo una fuerza etérea, sutil e incombustible que insufla vida a la Nada  más absoluta, generando la ingente energía que mueve los gigantescos engranajes que componen Lo Que Es y Lo Que No Es. La magia escapa a raudales de ese enorme sombrero de copa que esconde la colosal mano enguantada que gira las ruedas, que mueve los hilos, que teje el delicado camino de seda del Acontecer.
Desde mi ventana veo como gira el universo, como las galaxias lloran brillantes estrellas, como las constelaciones da a luz a rojos soles candentes, como la magia de los Dioses, los antiguos y los modernos, se desparrama por millones de mundos desde el futuro, atravesando el presente como un enorme torbellino de fuego y fundiéndose en un pasado que nunca ha sucedido.
El tiempo se dobla en un extraño bostezo que confunde a su implacable guardián, cobijado bajo la abultada sombra que proyecta el inmenso reloj de arena, perdido bajo sus pavorosas y retorcidas manecillas que giran y giran obstinadas en sentido equivocado como un molino de viento enloquecido en una carrera perdida de antemano.
Desde mi ventana veo mundos que se crean y fenecen, inviernos sin fin y baldíos y yermos veranos que se prolongan durante eones, civilizaciones que florecen y se extinguen, engullidas en su propia soberbia, arrastradas por su propio vómito putrefacto y ladino. Veo el tiempo deslizarse por su pátina cromática, bailando en pañales desde el vigoroso oro cobalto al encorvado y nostálgico magenta.
Desde mi ventana observo como el árbol de la vida crece y crece, como sus enormes raíces se expanden, perforando la arena ennegrecida, ahondando en la mente de la humanidad, de todas las humanidades. El árbol se estira en pos de un azul imposible, inalcanzable, regado por el sufrimiento de millones de almas que aúllan en la luminosa oscuridad que envuelve la muerte.
Desde mi ventana abro la puerta y viajo sin desplazarme, veo sin ojos, toco sin manos, sueño despierto, hasta despisto a mi sombra por un instante.
Desde mi ventana escucho el tañido de lejanas campanas, el ronco murmullo de Dios, el susurro conspiratorio de los bosques, el aturullado parloteo de los angostos y serpenteantes arroyos, el latido del alma universal.
Desde mi ventana creo sin querer, sin saber, apenas consciente de todo mi poder, diseminando aquí y allá diminutas perlas negras sobre el blanco tapiz del destino. El orden y el caos se confunden, la luz hiere la oscuridad, el abajo usurpa el vecino reino del arriba, la verdad más dulce se envenena en la peor mentira mientras el nunca habilita el peor siempre posible bajo el infausto hechizo del malvado jamás.
Desde mi ventana lanzo al vuelvo doradas palomas mensajeras portando mis palabras, esperando que alguien las recoja, que alguien las cuide, que alguien las plante o les dé cobijo bajo sus alas.
Desde mi ventana se escapan los sueños, los temores, los llantos, las alegrías, los miedos, los años.
Desde mi ventana no puedo dejar de contemplar vuestros hermosos rostros bañados en el púrpura estanque en el que refresca la luna, cuyas aguas turquesa se empañan por la nube de meteoritos que llora desconsoladamente la bóveda celestial mientras sonríe, feliz al fin.
Y pienso en todo lo bello y aterrador; en la inabarcable e intimidadora multitud de sentimientos, emociones, experiencias y recuerdos que se apelotonan en mi mente y que confluyen en una extraña y por momentos incómoda amalgama que palpita bajo mi pecho. Un apéndice cosido a las paredes de mi alma que se confunde y se funde con mi propia esencia. Una vieja mochila que se esparcirá por todo el cosmos el día que mi llama se apague, compartiendo todo lo vivido con el millar de voces anhelantes que esperan en la negrura eterna.