El día se acerca a su fin lenta e
inexorablemente. Y con él el año, caminando ambos como dos amantes, de la mano,
mirándose a los ojos en silencio. Todo está dicho ya. Sobran las palabras.
Atrás quedan recuerdos,
sensaciones, sonrisas, llantos, lamentos, dudas, miedos, alegrías. Atrás quedan
noches y días. La puerta se va cerrando poco a poco, y la pequeña sombra
escurridiza, hacendosa, empieza a empaquetar nuestros recuerdos para
almacenarlos en alguna oscura despensa, en algún lugar de nuestra mente.
Allí se guardarán en frascos de
cristal. El verde turquesa de los sueños cumplidos. El gris oscuro de las
pesadillas. El magenta de los momentos amargos. El marengo de las dudas y el
miedo. El azul del amor. El naranja de las sonrisas. Frascos y más frascos
perfectamente alineados en viejos estantes de madera para que no se pierda
nada.
Frascos que centellean y refulgen
en la oscuridad como un millón de bombillas de colores. Frascos en los que se
agita una bruma opaca y espesa que parece cobrar vida por momentos. El tintineo
del cristal al chocar contra el cristal produce un extraño eco que reverbera en
la despensa. La sombra aguarda unos instantes y susurra unas palabras en una
lengua olvidada. El rumor se detiene. Echa una sola mirada más y abandona la
estancia con las manos vacías.
Otro día está a punto de nacer. Otra
puerta está a punto de abrirse. Otro gran libro en blanco con miles de
historias que contar.
Pero eso será mañana.