Supongo que se me escapa algo. Muchos algos
seguramente.
La situación actual
es nueva para todos nosotros y abre un amplio y sombrío abanico de incertidumbres
a muchos niveles ante cuál parece solo quedar una alternativa cabal y segura:
aferrarnos al pasado, a esa normalidad que estamos deseando retomar a toda
costa, a esos hábitos y rutinas de nuestras insignificantes existencias que
quizás no nos llenaban e incluso queríamos cambiar no hace tantos días atrás.
Teorías
conspiratorias acerca de los orígenes del virus, críticas a las medidas de este
o aquel otro gobierno, negras previsiones económicas, la mano de los
alienígenas, la Tierra que se revela ante nuestro continuos y reiterados
excesos,…. miedo, dudas, temor.
De pronto hemos
perdido el control de nuestras vidas, si es que alguna vez lo hemos tenido
realmente.
Y no hemos sido los
únicos. Los dirigentes de países y naciones andan también perdidos,
desconcertados, sobrepasados por la inesperada caída de un orden labrado para
el único disfrute de unos pocos (políticos, burócratas, lobbies y élites
dominantes). Ellos también han perdido el control y poco a poco van perdiendo
también su autoridad y legitimad, al mismo ritmo que perdemos la escasa fé que
en ellos nos pudiera quedar.
Y lo peor: no hay
soluciones milagrosas. No hay pócimas salvadoras. Empezamos a temer que el Séptimo
de Caballería no aparecerá en el último instante a nuestro rescate.
Nuestra vida (y
quien sabe si nuestro modelo de vida) se ha visto seriamente afectado. Peligra
lo que considerábamos inmutable, inalterable. El espejo de la insidiosa y
obstinada realidad nos revela nuestra enorme fragilidad.
¿Qué nos queda
pues?
Volver a un pasado
que aunque malo es mil veces mejor que el presente actual y que el más gris de
los futuros descritos por gurús y agoreros.
Así, nos afanamos
por convertir el confinamiento en una extensión de ese pasado en formato
reducido, descafeinado y concentrado en espacio y tiempo, un sucedáneo que nos
deja insatisfechos. Teletrabajo, rutinas de ejercicios, deberes y clases,
videoconferencias con familiares amigos y terapeutas, paseos con el perro,… son
pálidos sustitutos de tantos cafés, aperitivos, comidas, sobremesas, gintonics
y demás. Nos abandonamos a un sinfín de pequeños rituales con la esperanza de
vivir de alguna manera el tiempo pasado, no vaya a ser que nos olvidemos de
cómo eran las cosas antes. De cómo éramos antes.
Y así, empezamos a
resignarnos a unas vacaciones sin ir al pueblo, a que los niños no vuelvan ya
este curso a la escuela, a un largo y caluroso verano sin playas ni piscinas y
a no perder el trabajo en el mejor de los casos. Pero solo hasta que todo esto
pase. Hasta que volvamos a la normalidad.
Solo que el virus
pasará pero su larga sombra va a cambiar mucho más de lo que probablemente
seamos capaces de ver incluso hoy, dejando tras de sí una nueva realidad, una
nueva normalidad, que sin duda será diferente de la pasada. Que sea peor o
mejor está en nuestra mano. En las manos de todos.
Algunos quieren ver
en todo esto una oportunidad, la posibilidad de redimirnos, de cambiar, de
mejorar. Ya no solo a nivel individual sino a nivel planetario.
Ojalá sea así. Y
ojalá aprovechemos este lienzo en blanco, este regalo para hacer las cosas de
otra forma, para ser de otra manera, para de verdad construir y crear algo que
valga la pena o, cuando menos, acercarnos a nuestros sueños.
Y para ello debemos
no solo asumir que la antigua normalidad no volverá, sino abrazarnos a esta
nueva, incierta y aterradora puerta que se nos abre y traspasar su umbral con
confianza.
Puesto que la
normalidad pasada es el agua de un río que ya no volverá.
Y querer apresarla
con nuestras manos desnudas para retenerla es la más ilógica de todas las
lógicas.
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