He llegado temprano. Siempre me ha gustado ser puntual. Incluso hoy.
Esperaré. Tengo tiempo.
La sala de espera está llena.
Me ha costado mucho decidirme a
venir. Pero al final no me ha quedado más remedio. No tenía otra opción. No
solo lo hago por mí. Lo hago, sobre todo, por mi familia.
Estoy nervioso.
Una voz dulce anuncia desde lo
alto el nombre del siguiente a pasar.
Las blancas paredes están
repletas de coloridos dibujos que parecen hechos por manos infantiles, con esos
trazos gruesos y desgarbados tan característicos.
Los contemplo mientras aguardo
mi turno.
No quiero mirar el rostro de los
demás. Todos estamos aquí por el mismo motivo. Ellos lo saben. Yo también. Con
eso basta.
La sala se va vaciando.
Al fin la voz pronuncia mi nombre.
Me levanto y me dirijo a la
puerta número 3.
Ésta se abre mostrando una
pequeña habitación blanca con una mesa y una silla de plástico del mismo color.
Dios está sentada en ella.
Es la mujer más bella que he
visto jamás.
En sus ojos color de tierra mojada
nacen y mueren constelaciones.
Sonríe, y su sonrisa ilumina la
estancia como un millón de soles.
—Te estaba esperando —susurra en
mi mente.
Una sensación de paz me embarga,
ahuyentando mis dudas, disipando mis temores.
—Acompáñame.
Y yo la sigo. Oigo como se
cierra la puerta a mi espalda, a un mundo de distancia.
Ya no podré volver. Pero no me
importa.